El primogénito del mítico Noé era Sem. Sus hipotéticos descendientes se les dio en llamar “semitas” y se corresponden con los pobladores de Oriente Próximo.
El término semita tiene una aserción polémica ya que, inicialmente, fue una acuñación filológica y no el concepto antropológico que ha adquirido con el devenir de la historia. Incluso, se ha hecho acreedor, por mor de esa misma historia, jalonada de trágicos y sangrientos episodios perpetrados desde la España del XV hasta la Alemania del XX, de un contenido restringido al individuo de fe judía. Falso.
La migración conceptual del término semita desde ámbito filológico al geográfico es incluso pertinente, pues se puede aceptar que, además de detentar lenguas emparentadas, los antiguos residentes de la zona preoriental (Asiria, Babilonia, Siria, Canaán, incluidos los hebreos y fenicios), compartieron mucha historia juntos y, por tanto, sean depositarios de cierto grado de parentesco sociológico, pero, a la sazón, y exprimiendo al extremo su prolongada contingencia histórica, también biológico o étnico.
Lo que de ningún modo es admisible es identificar judío con semita. Esta mixtificación procede de una artera utilización política del término, cuando no, de la más pura ignonimia, que, por sí misma, define lo execrable del ideario que lo sustenta y de sus divulgadores conservadores del siglo XIX y XX. Paradójicamente, en la actualidad la derecha europea es muy partidaria de Israel, lo que exige un análisis de éste inusitado viraje ideológico.
Restringiéndonos al área que hoy ocupa Palestina e Israel y poniendo el contador al comienzo de nuestra Era, vemos que tras la derrota de las rebeliones judías que se produjeron en los años 66 y 135, los romanos renombraron el territorio como Palestina (o "Siria-Palestina"). También ordenaron masivos exilios a otras regiones del Imperio, uno de cuyos asentamientos cuajó en la Península Ibérica sembrando el germen del futuro florecimiento de Sefarad 1.
Más tarde, al dividirse el Imperio Romano, Palestina quedó bajo la dominación de Bizancio. Durante este período, parte de su población se convirtió al cristianismo y otra permaneció judía.
Hacia el 636 se produjo la conquista árabe de la región. Estuvo sucesivamente bajo el dominio de la dinastía Omeya (661-750), el califato Abbasí y los turcos selyúcidas (1071). Es presumible considerar propicio que una parte de sus habitantes abrazaran la fe islámica, mientras otros permanecieron cristianos y otros más, judíos.
Luego, las Cruzadas, de infausto recuerdo para sus habitantes, lograron imponer un Reino Cristiano, el de Jerusalén, entre 1.099 y 1.187. Le siguió un larguisímo ciclo musulmán tras la reconquista de Saladino, seguida de los Mamelucos y del Imperio Otomano que duró ocho siglos, para finalmente volver a manos cristianas (Gran Bretaña) después de la I Guerra Mundial.
Los moradores genuinos de esta tierra -que hemos convenido calificar de semitas- son, finalmente, un pueblo con tres religiones.
Una estimación demográfica de su proporcionalidad puede establecerse hacia la mitad del mandato británico (1931), aunque las autoridades coloniales ya habían consentido 4 inmigraciones sionistas masivas (aliyá). Entonces la población de Palestina era de 1.035.800 habitantes, de los cuales 619.438 eran semitas musulmanes (59'8%); 174.000, semitas judíos (16'9%); 91.400, semitas cristianos (8'8%) y unos 10.100, que representaban el 1% aproximadamente, eran de otras confesiones.
Antes de la fundación del Estado de Israel en 1948, Palestina era Palestina y siempre estuvo habitada por sus seculares y legítimos habitantes. Los documentos de la propia Organización Sionista Mundial se referían al Yishuv como comunidad judía en Palestina. No estaba en entredicho el nombre de los habitantes del país, más allá de que estos fueran judíos, musulmanes o cristianos.
El Estado de Israel no se crea por la secesión de los 174.000 semitas judíos del resto de los semitas palestinos, sino por la invasión de una cohorte de europeos, en su casi totalidad askenazis procedentes de Polonia, Alemania y Rusia, principalmente, que no son semitas ni descendientes de semitas, por tanto extraños a esta tierra y su historia. Hablan yiddish, no hebreo, entre otras cosas, porque el hebreo no existíó hasta hace poco más de un siglo cuando, lo estructuró como lengua Eliezer Yitzhak Perelman, otro askenazi, tan mitómano que hasta se reinventó a sí mismo haciéndose llamar Eliezer Ben-Yehuda.
Los askenazi son centroeuropeos conversos. Es decir, caucasianos, según la nueva acepción (después del uso desafortunado y criminal del término ario).
Los askhenazis toman el gentilicio del Reino de Khazaria, antiguo imperio (s.V-XIII) que se extendió desde el río Don hasta el Volga. Su rey Bulan impuso a sus súbditos la conversión al judaísmo para disciplinarlos en el rigor de unos preceptos monoteístas2. Desde la actual Rusia, los askhenazis se propagaron por toda Europa del Este y Centro.
En definitiva, los askhenazis son europeos de la más castiza cepa y no comparten linaje real con los judios semitas de Palestina, que, estos sí, según la mitología bíblica, descienden de Sem, como también los semitas cristianos y musulmanes de Palestina.
Sin embargo, Europa, que tras el desastre de la II Guerra va desprendiéndose de sus posesiones de ultramar, pone en marcha su último ensayo colonial en una región estratégica para su imprescindible recuperación industrial: el invento del Estado de Israel con un puñado de activistas askhenazis de coadjutores. Los impulsores de tal entelequia dan fe de su procedencia europea; para muestra un botón: Moses Hess, alemán (1812); Theodor Herlz, austriaco (1860); Jaim Weizmann, ruso (1974); Zeev Zhabotinski, ruso (1880); Yitzjak Ben-Zvi, ucraniano (1984); David Ben-Gurion, polaco (1886); Zalman Shazar, bielorruso (1989); Isaac Shamir, polaco (1915) … y así sucesivamente.
Tan evidente es la componenda de Europa en este proyecto colonial que no disimuló el alienamiento militar de los ejércitos inglés y francés con el israelí en la Guerra del Sinaí contra Egipto en1956. Israel es el guardián de occidente en el Próximo Oriente, uno de los puntos críticos del Planeta, donde hay una alta concentración de pozos de petróleo, rutas esenciales y alta conflictividad política. La creación de Israel era indispensable para Europa y EE.UU.
En el fondo los askenazis siempre han sabido que ellos son unos invasores extranjeros. El propio David Ben-Gurion (nacido David Grün), mentor del Estado de Israel que proclamó su independencia en 1948, consideraba a los palestinos como judíos convertidos al Islam, es decir sus propios padres. O el presidente Menajem Beguin quien afirmaba se sentía más cómodo entre los palestinos musulmanes, porque ellos reproducían las viejas costumbres de los judíos, que entre los judíos europeos que habían inmigrado a Palestina. En efecto, lo que habían hecho era convertir culturalmente a los palestinos en un cordero de sacrificio a través del cuál podría nacer una nueva sociedad basada en valores superiores como la democracia y la integración, cosa que jamás ocurrió. Porque Israel es constitucionalmente un Estado teocrático que no permite ni la propiedad ni la nacionalidad a los que no profesan la confesión judía, no reconoce matrimonios mixtos y los tribunales rabínicos tienen funcionalidad orgánica.
No menos mitos se atesoran de la parte palestina. Se definen como árabes porque hablan esa lengua. Es como si un indio guatemalteco se tomase por castellano por el simple hecho de hablar español. Esta quimera es muy común en el mundo araboparlante. Pero, además, ni los palestinos menos fervientes estarían dispuestos a reconocer su ascendencia judía. Desde luego, exceptuando la aspiración de una minoría cristiana y unos cuantos enclavados en Al Fatah, la democracia en Palestina es pura utopía.
Por lo menos, tienen de su parte un hecho completamente incontestable: la tierra es suya, no de los europeos. Y si un buldozer tiene más poder que una escritura de propiedad, también vale tirarle cohetes al que se han construido un adosado en tu legítima finca.
Esa es la dialéctica instaurada. Como hay pocas razones objetivables porque el debate esta trufado de mitos, en el sueño de los mitos no importan los seres humanos. ¡Que corra la sangre!.
Paco Botella. Motril. Enero 2009
1.Los manuales académicos españoles hablan de la llegada de los judíos con la penetración musulmana en el siglo VIII. Esta versión (amañada) se contradice con los restos arqueológicos de la Lápida en hebreo de Monzón de Campos (Palencia) de 1097, sepultura de R.Semuel bar Saltiel el Nasí que mora en el Museo Sefardí de Toledo o con la estela funeraria del samaritano Iustinus de Mérida, fechada en el siglo II. Este epitafio, así como la lápida de la niña Salomónula o la del rabí Lasies, permite asegurar la llegada de judíos en los primeros siglos de nuestra Era.
Curiosamente, y también relacionado con Sefarad, el historiador israelí Shlomo Sand cuenta que otro enclave judío se formó en torno a tribus bereberes dirigidas por la reina Dahina Kahina, que opuso férrea resistencia al avance del islam por el norte de África. El conquistador de la Península, Tarik ibn Ziyad era bereber, perteneciente a la tribu Nafusa, subordinada al reinado de Kahina. Tarik se convirtió al Islam pero favoreció el emigración de los judíos bereberes hacia el suelo ibérico, donde se unieron a los semitas preexistentes para formar la estirpe sefardí. Eso explica el gran número de judíos en la Península frente a otros territorios latinos como Francia o Italia.
2. Los estudios medievales escritos en castellano, curiosamente, pasan de puntillas en lo que se refiere a la divulgación del Reino de Khazaria como de otro reino judío en Yemen que se inició a comienzos del siglo VI y que duró 120 años. En español toma la forma léxica de Jázaros.
